Decir que la cultura es todo lo que hacemos puede parecer una frase cómoda, pero encierra una verdad profunda. Cultura es el tejido de signos que habitamos cada día. Está en la manera en que saludamos y contamos chistes, en los sabores que llevamos a la mesa, en las historias que repetimos para explicar quiénes somos y de dónde venimos. No vive en una vitrina sino en los cuerpos, en la calle, en los patios y en las pantallas. No es algo que se contempla a distancia sino algo que se practica.
La cultura se aprende y se hereda, aunque nunca de forma mecánica. Cada generación recibe gestos, palabras y canciones, y al ponerlas en uso las cambia un poco. Un mismo baile no se mueve igual en la ciudad que en el campo, una misma receta no sabe igual en verano que en invierno, una misma palabra no significa lo mismo para todas las personas. Esa variación no es un error, es justamente la vida de la cultura. Por eso conviven la cueca y el trap, la paya y los versos que circulan por redes sociales, la feria libre del barrio y los mercados digitales. El mapa cultural no es una foto fija, es una coreografía en curso.
También hay cultura cuando una comunidad se organiza. Un club de lectura en la biblioteca, un taller de tejido en la sede vecinal, un festival en la plaza, un mural que transforma una esquina, una peña en la que alguien aprende su primer rasgueo. En esos espacios se construye pertenencia y se tejen confianzas. Importa menos la etiqueta y más la experiencia de estar juntos. Allí se cruzan edades, acentos, oficios y trayectorias, y de ese cruce nacen lenguajes compartidos. La cultura, entendida así, no es un privilegio de quienes tienen títulos o escenarios, es una práctica de ciudadanía.
La memoria es otro nombre de la cultura. Guardamos fotos, recetas, melodías, dichos y silencios. Recordar no es repetir, es elegir y volver a contar. Cada acto de memoria propone un futuro posible. Cuando un barrio registra sus historias, cuando una familia rescata el cuaderno de la abuela, cuando una escuela pregunta por la historia de su territorio, se están abriendo caminos para decidir cómo queremos vivir. La cultura hace visible lo que a veces el apuro y la rutina ocultan.
Pero la cultura también es disputa. No todos los relatos ocupan el mismo lugar ni tienen el mismo altavoz. Hay lenguas que se escuchan menos, hay cuerpos que aparecen menos en las pantallas, hay territorios que quedan lejos de los escenarios centrales. Reconocerlo no divide, al contrario, permite ampliar el marco de lo común. Una política cultural justa se pregunta quiénes faltan, qué barreras impiden la participación, qué saberes han sido relegados. Cuando se abren esas puertas, no solo se reparan deudas, también se multiplica la creatividad.
Hablar de cultura es hablar de derechos. No solo el derecho a asistir a un concierto o a visitar un museo, también el derecho a crear, a expresarse, a organizarse, a transmitir saberes. Quienes trabajan en cultura necesitan condiciones dignas, tiempo para investigar, recursos para producir, espacios para ensayar y para mostrar su trabajo. Sin eso, la riqueza simbólica de un país se empobrece. La cultura tiene dimensión económica, genera empleo y circulación de bienes, pero su valor excede cualquier planilla. Es una forma de bienestar, de salud comunitaria, de resiliencia frente a las crisis.
La revolución digital cambió hábitos y aceleró conversaciones. Hoy compartimos playlists, memes, animaciones y relatos que nacen en un celular y cruzan fronteras en segundos. Ese caudal abre oportunidades para experimentar y conectarse, pero también trae preguntas. Cómo cuidar la autoría y la circulación justa de los ingresos, cómo evitar que unos pocos algoritmos definan lo que vemos, cómo usar la tecnología para ampliar, y no estrechar, el acceso. La respuesta no vendrá sola. Requiere mirada crítica, educación mediática y más mediación cultural.
En el centro de todo late una idea sencilla. Cultura es la forma en que una sociedad se cuenta a sí misma para poder vivir con otros. Esa narración se hace con palabras y con silencios, con celebraciones y con duelos, con símbolos y con objetos cotidianos. Un barrio que pinta un mural decide qué quiere mirar al pasar. Una comparsa que recupera una fiesta decide qué desea celebrar. Un grupo de jóvenes que arma una sala de ensayo decide qué sonido quiere traer al mundo. Cada gesto suma. Cada gesto cambia el lugar.
Qué podemos hacer, entonces, desde nuestras vidas comunes. Ir a la función del teatro municipal y a la tocata del galpón, comprar un libro a una editorial independiente, apoyar a los artesanos del mercado, leer con niñas y niños, abrir la cancha para nuevas voces, cuidar los espacios que ya existen y proponer otros, escuchar con curiosidad aquello que no conocemos. La participación cultural no es un trámite. Es una forma de fortalecer el tejido social que sostiene al conjunto.
Si buscamos una definición de bolsillo, podríamos decir que cultura es la atmósfera que fabricamos entre todos. No se ve, pero se siente. Permite que nos reconozcamos, que discutamos sin rompernos, que imaginemos soluciones cuando las cosas se ponen difíciles. Por eso la cultura no es un adorno que se agrega al final de la agenda. Es una de las condiciones para que una comunidad sea más justa y más alegre. Cuando la cuidamos, nos cuidamos. Cuando la hacemos crecer, crecemos con ella.
Eso es la cultura. Un trabajo paciente de imaginación compartida. Un territorio que se recorre con los cinco sentidos. Una promesa de futuro que se construye hoy, en los lugares donde la vida se encuentra.
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